Genética y Ciencia
COVID-19: Vacunas inmunizantes o esterilizantes
Lunes, 24 de enero de 2022, a las 13:03
César Paz-y-Miño, Academia Ecuatoriana de Medicina y GenomicsLab.
Hay algunos cuestionamientos a la vacunación. Entre ellos están: ¿Por qué si me vacuno me vuelvo a infectar? ¿Por qué me debo poner tantas dosis y refuerzos? ¿Por qué la vacuna no me protege de manera indefinida como otras vacunas?
Es indispensable comprender las vacunas. Una vacuna es la introducción de una o varias sustancias en el organismo sea por inyección, vía oral, contacto dérmico o aspiración nasal, que provocan la estimulación o entrenamiento del sistema inmunitario contra un microrganismo sea bacteria o virus, e incluso tumores, con la finalidad de reconocer y defenderse de gérmenes dañinos.
Hace cien años las enfermedades infecciosas, de las que ahora estamos protegidos por las vacunas, producían más del 50 por ciento de muertes, en la actualidad solo el 2 por ciento. Un estudio de 123 años de seguimiento de vacunas muestra que estas han evitado la muerte de 100 millones de personas.
Independientemente de sus bondades históricas, existen dos tipos de vacunas: las inmunizantes y las esterilizantes. La función de las primeras, las inmunizantes, es crear anticuerpos contra el producto que se introduce en el organismo, sea un virus vivo atenuado, virus muerto, porciones de virus, fragmentos de proteínas o las más actuales ARN o ADN. Este tipo de vacuna tiene la propiedad de crear anticuerpos de manera temporal sea a corto, mediano o largo plazo, todo dependerá del poder de generar anticuerpos, de la fortaleza y permanencia de estos anticuerpos en el organismo y del poder de crear memoria inmunológica, esto es, que el cuerpo recuerde al agresor y lo contrarreste rápidamente.
La memoria inmunológica está determinada por unas células de la sangre, glóbulos blancos, llamados linfocitos T. Cuando el organismo se pone en contacto con un antígeno (vacuna, bacteria, virus, parásito, hongo o tumores) se crea inmediatamente un grupo de anticuerpos defensivos, las famosas Inmunoglobulinas. Una vez que estas cumplen su función, entran en juego los linfocitos T o llamados también células asesinas, que ubican a los agresores que ponen en evidencia los anticuerpos y eliminan a estos agresores.
Los coronavirus, y el SARS-COV-2 en particular, tienen un genoma muy cambiante, es decir, que muta. Se han descubierto unas 12 mil mutaciones en este virus, pero solo unas cuantas, entre 60 a 100, producen un cambio importante en las características del virus, cambios que le proporcionan al virus capacidades nuevas como ser más o menos contagioso, más o menos virulento, más o menos agresivo en los síntomas, más o menos diestros para escapar al sistema inmune. Estas variantes han sido identificadas con las letras del alfabeto griego: alfa, beta, mu, delta, ómicron, etc.
Mientras más versátil es el genoma de un virus, más mutaciones tendrá, más variantes aparecerán y menos eficaces serán los anticuerpos o lo serán por cortos periodos; por lo tanto, más difícil será contar con una vacuna estable a largo plazo. Esto es lo que pasa con las vacunas actuales contra el COVID-19. Se cuenta con vacunas de virus muertos, de ARN mensajero y de ADN copia transportado por vehículos virales. Estas vacunas son efectivas pero, nos agrade o no, por períodos cortos, 6 a 9 meses. Se ha visto que la memoria inmunológica de los linfocitos T se mantiene por largo tiempo, pero este varía de individuo a individuo por determinantes genéticas particulares.
Lo que se sabe hoy es que individuos que tienen mejor memoria inmunológica responden mejora a la infección o reinfección de este tipo de virus con alto nivel de mutación. Esto por el momento es un problema, ya que se requerirán nuevas dosis de vacunas o realizar una reingeniería genética de las ahora disponibles. Es decir, necesitaremos crear nuevas vacunas que generen anticuerpos contra las variantes del virus y, a futuro, crear vacunas que estimulen la memoria inmunológica de los linfocitos T y se logre así evitar el contagio de una persona.
Justamente esta es la meta de las nuevas vacunas, las esterilizantes, que apuntan a proteger al individuo contra la entrada del virus. Es un nuevo enfoque de la investigación de vacunas contra el COVID-19: alejarse de los anticuerpos que son temporales y concentrarse en los linfocitos T y la memoria inmunológica que podría proteger de la infección. Con las vacunas esterilizantes, el virus ni siquiera entra a las células, ya que el sistema inmune lo reconoce inmediatamente, lo neutraliza y lo elimina.
Por todo lo dicho, es probable que una vacuna inmunizante no evite que te contamines, pero evita que los síntomas sean graves y evita la muerte hasta mil veces más. La vacuna inmunizantes no detendrá los contagios, pero sí la enfermedad. La vacuna inmunizante no evita que el virus se reproduzca, pero atenúa los síntomas porque hay una mejor defensa contra el virus. En cambio, una vacuna esterilizante detiene al virus que podrá ser controlado. Este tipo de vacunas generarían anticuerpos neutralizantes permanentes y buena memoria inmunológica. El problema es que la vacuna introducida tendría que ser similar al virus y con un virus tan cambiante, posiblemente no se la logre diseñar en corto tiempo.
Lastimosamente estamos influenciados por personas que no quieren vacunarse, un 14 por ciento, y esta conducta es herencia, consiente o no, del movimiento anti-vacunas. Este movimiento se inició casi simultáneamente a la creación de las vacunas, en el siglo XIX, con la oposición al uso de la vacuna de la varicela en Inglaterra y Estados Unidos, apoyados por movimientos religiosos y clérigos que argumentaban que no era natural y, peor aún, si provenían de un animal. Años después, una publicación de A. Wakefield asoció el autismo con la vacunación triple (sarampión, rubeola y paperas), trabajo que fue ampliamente desacreditado por haber sido un invento y, sobre todo, por el aumento de nacimientos con malformaciones en madres no vacunadas de rubeola.
El movimiento anti-vacunas es muy bullicioso, pero omite datos importantes como el aparecimiento de difteria en España, el brote de meningitis en Estados Unidos, o la epidemia de rotavirus y diarrea. El virus de la grave enfermedad poliomielitis, ha desaparecido ya del planeta gracias a la vacunación y cosa similar ocurre con la viruela. Es desconcertante como personas que desconocen las vacunas usan productos tóxicos como el dióxido de cloro, o las inservible ivermectina, o azitromicina, entre otros, así pretenden desacreditar el avance de la ciencia y las exigencias sociales hacia los científicos en demanda de que obtengan productos que terminen con la pandemia.
Por ahora tenemos como arma contra el COVID-19 las vacunas inmunizantes que protegen de la enfermedad y de la muerte, proporcionan mejores defensas contra las secuelas de la COVID y, si se logra vacunar a toda la población, tendremos la mejor manera de acabar con la pandemia, esto sumado a los fármacos antivirales ya desarrollados (Paxlovid y Molnupiravid). Con una cifra superior a los 4 mil millones de personas vacunadas, es decir, más de la mitad de la población mundial, se derrumban los argumentos de los anti-vacunas, mientras con los resultados de la inmunización en el mundo, se confirma su eficacia en la lucha contra el COVID-19.
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